Música.

Arteguías. No sólo trata sobre los tipos de música, también señala los principales instrumentos.

Imágenes de los instrumentos en las Cantigas.

Trovadores.

Juglares y trovadores

Ciertamente, el trovador gozaba de una condición social más elevada que la del juglar, mas a pesar de ello los rasgos distintivos entre juglares y trovadores son a menudo borrosos. El juglar gascón Marcabrú consideraba su oficio a la altura del de los trovadores, a la vez que algunos de éstos, como el noble Arnaut Daniel, no tenían inconveniente en equipararse a los juglares.Estos hombres, siempre errantes, eran el vehículo principal de la poesía medieval en las distintas lenguas europeas (provenzal, francés, castellano, gallego, catalán, italiano, inglés, alemán). En realidad, los trovadores, encomendaban a los juglares la divulgación de sus composiciones.
Según Riquier, la juglaría es algo muy distinto. Fue inventada por gentes cultas para difundir la alegría y el honor. Más tarde aparecieron los trovadores, para dar ánimo a los caballeros en nobles empresas. Sin embargo, después la juglaría decayó. Para Riquier puede llamarse juglares sólo a los hábiles instrumentistas que se dedican cabalmente al arte del entretenimiento. El soberano no hace esperar su respuesta; en 1275 está fechada su Declaratió del sénher rey N’Amfos de Castela, en la que se afirma que, mientras que en Provenza el nombre de juglar se aplica a diversas personas, en Castilla cada clase tiene un nombre: a los instrumentistas se les llama juglares; a los imitadores, remedadores; a los trovadores, segrieres. Esos individuos sin oficio ni honor que se exhiben en calles y tabernas son llamados cazurros. Tampoco forma parte de la categoría de los juglares quien se hace pasar por loco en la corte contando chascarrillos obscenos, pues a éstos en Italia se les llama bufones. Hay, pues, que distinguir entre juglar y trovador, y no son dignos de llamarse juglares quienes juegan con monos y pájaros en las plazas.

Pese a todo, juglares y trovadores se confundían. Estos hombres, siempre errantes, eran el vehículo principal de la poesía medieval en las distintas lenguas europeas (provenzal, francés, castellano, gallego, catalán, italiano, inglés, alemán). En realidad, los trovadores, encomendaban a los juglares la divulgación de sus composiciones. El propio rey Alfonso el Sabio o literatos como el Arcipreste de Hita o Villasandino encargaban a los juglares que dieran máxima difusión a sus poemas. A menudo se envía al juglar a transmitir elogios o críticas feroces, y por esta razón muchos de ellos podían correr serio peligro, incluso de su propia vida.

La extracción social de esta categoría multiforme era, es fácil imaginarlo, muy variada.

Tipos de juglares

Gracias a las Partidas de Alfonso x el Sabio y otras fuentes históricas tenemos noticia de la notable presencia de los juglares de gesta, los más estimados de todos. Los moralistas, de hecho, tenían por únicos juglares dignos de este nombre a los cantores de gestas de nobles y santos.

En la Crónica General de 1344 se distingue entre juglares de boca y juglares de péñola. Se llamaba de boca a los que cantaban acompañándose de instrumentos de cuerda, que no de viento. Los juglares de péñola eran quizá versificadores capaces de usar la pluma para escribir poemas o, más probablemente, juglares que tocaban la vihuela con el plectro, obtenido a partir de una pluma de oca, mientras que otros colegas suyos se acompañaban de la vihuela tocada con arco. En los romances épicos el juglar acompañaba al cantor, o a sí mismo, ejecutando una melodía con algún ornamento, al unísono o a la octava; con la vihuela se improvisaban también una especie de preludios y fórmulas instrumentales para la parte final de las estrofas cantadas.

A las soldaderas se las representa en las miniaturas medievales cantando o bailando, normalmente junto a un juglar. Es seguro que las Cantigas de Santa María se ejecutaban con su ayuda.

Aquellas almas entre briosas y melancólicas se distinguían sobre todo por su especialización musical. Destacaban los violeros, considerados entre los de más prestigio por ser los que cantaban poemas épicos y religiosos. El Arcipreste de Hita distingue entre la vihuela de arco y la de péñola; había también quien tocaba la cedra (cedreros) y especialistas en cítola (cítoleros). Junto a éstos encontramos tromperos o trompeteros y tamboreros, de clase inferior, que quedaban al margen de la tradición literaria por el hecho de tocar instrumentos de viento y de percusión. Por lo común no eran solistas, sino que se unían ora a un grupo, ora a otro. Pese a todo, durante el siglo xiv los músicos de instrumentos de viento gozaron de un gran prestigio en la corte aragonesa.

Existían asimismo juglares con puesto de trabajo fijo, al servicio de reyes o nobles, e incluso como empleados municipales.

Juglares 2

En el siglo xIv, el rey Jaime II de Mallorca en sus Leges Palatinæ define a los juglares como aquéllos que tienen por oficio alegrar a la gente: illorum officium tribuit lætitiam. En Francia era conocida su capacidad de divertir a quienes les escuchaban: trop bien genz solacier. Los propios juglares se atribuían nombres jocosos, como Alegret en Provenza, Alegre y Saborejo en la península Ibérica o Graciosa y Preciosa entre las mujeres. A menudo tomaban el nombre de los instrumentos en que eran expertos (pues lo normal es que supieran tocar más de uno), encontramos, así, a un Cítola en la corte del Rey Sabio y a un Cornamusa (alias de Ramón Martí) en Lérida hacia 1357. No faltaban los nombres burlescos (ystriones sibi nomina jocosa imponunt) como Malanotte y Maldicorpo en Italia.

El hábito de trabajo, por llamarlo de algún modo, de aquellos artistas desheredados solía ser llamativo y de vistosos colores. Los ministriles (instrumentistas herederos de la antigua tradición juglaresca) de la corte de Juan I de Aragón (1387-1396) vestían librea de paño blanco con un distintivo de plata. Los cinco juglares de Carlos el Noble de Navarra (1387-1425) vestían de paño verde de Bristol. En fin, los ministriles que amenizaron en Jaén las bodas del condestable Miguel Lucas (1461) vestían ropas de terciopelo azul.

Juan I, no por nada conocido como el Músico, además de el Cazador, fue uno de los grandes mecenas del Medievo, hospedando en su prestigiosa corte a centenares de juglares, ministriles y cantores de polifonía. Desde niño tuvo a su servicio a la juglaresa Caterina y poseía una cornamusa ornamentada con blasones reales. Instrumentistas y juglares acudían a la corte aragonesa procedentes de las principales naciones de Europa: Francia, Italia, Inglaterra, Escocia, Portugal, Bohemia. Estos músicos se reunían para compartir conocimientos, sobre todo por Cuaresma, época en que no podían ejercer su oficio (al igual que las prostitutas). El intercambio de experiencias era intensísimo. Escribe Juan el Músico al marqués de Villena que “nuestros instrumentistas han enseñado por orden nuestra seis nuevas canciones a los vuestros. Y cuando nuestros instrumentistas, que acuden ahora a las escuelas, vuelvan, enviadnos a los vuestros con el fin de que enseñen otras tantas a los nuestros”.

«¡Prestad atención a lo que quiero deciros!».Juglares

“El juglar es un ser múltiple: es un músico, un poeta, un actor, un saltimbanqui; es una especie de intendente de placeres que vive en las cortes de reyes y príncipes; es un vagabundo errante que monta espectáculos en las aldeas; es el vihuelista que por los caminos va cantando gestas a los peregrinos; es el charlatán que entretiene a las gentes en la encrucijada; es el autor y el protagonista de las chanzas que se cuentan los días de fiesta a la salida de la iglesia; es el maestro que hace que los jóvenes salten y bailen; es el tamborero, el trompero y el gaitero que marca el paso en las procesiones; es el narrador, el cantor que anima festines, bodas y vigilias; es el jinete que da volteretas sobre el caballo; el acróbata que baila parándose de manos, el que juega con cuchillos, el que atraviesa los círculos a la carrera, el que escupe fuego, el que se retuerce como un contorsionista; es el que canta o hace el mimo; el bufón que hace muecas y suelta necedades; todo esto es el juglar, y algo más.”

De Les jongleurs en France au Moyen Age, de Edmond Faral

 Su función social se encontraba entre las más singulares y extravagantes de los días medievales. Comprendía a finos instrumentistas, diestros malabaristas y agudos poetas. Y también a aventureros sin oficio ni beneficio que alternaban sus exhibiciones musicales con los hurtos en plazas y tabernas. Sin embargo, por encima de todo, los juglares fueron transmisores de cultura fundamentales durante la Edad Media: difundían técnicas musicales y poéticas, noticias, acontecimientos sociales y vivencias personales en un mundo de gentes analfabetas e impregnadas de tradición oral.

Estos hombres, amantes de la música y la poesía, corrían grandes riesgos dada su errática vida, a menudo expuestos a pestes, guerras y carestía. Una de las Cantigas de Santa María del rey Alfonso x nos habla de un juglar que, envuelto en su manto de viaje, pide hospitalidad a un señor en Cataluña; llega a caballo y trae consigo una vihuela. El júbilo invade la casa, el señor lo recibe cortésmente mientras un niño se divierte montando la bestia del recién llegado. Se trataba de un “un jogar que ben cantava” y que “sen vergoña” iba “andando pelas cortes”. Mas cuando por la mañana el juglar marchó de la casa, el señor mandó sus criados a asaltarlo para robarle el caballo y las ropas. El hecho no tiene por qué sorprendernos. Hasta el célebre cantor y poeta Giraut de Bornelh fue atacado por unos salteadores enviados por el rey de Navarra mientras volvía a Francia colmado de regalos del monarca Alfonso VIII de Castilla.

No resulta fácil hacerse una idea precisa sobre los juglares. Ni siquiera encontramos consenso entre los estudiosos modernos. Los Padres de la Iglesia se referían a ellos con voces de la antigüedad romana: les llamaban con desprecio mimi o histriones, gentes de baja estofa dedicados a espectáculos indecentes. A partir del año 789, en el imperio franco se prohibió que obispos y abades dejaran entrar a los juglares en sus tierras.

El término juglar deriva del latín joculator, que a su vez está relacionado con jocus (juego). El vocablo aparece en el concilio de Cartago del 436 y se difunde durante la Edad Media, designando categorías sociales y culturales con frecuencia muy distintas.

La denominación de los juglares

Numerosas son las palabras que en distintas lenguas se han derivado de la voz latina joculator (el que juega). En castellano tenemos juglar, jutglar; en catalán, joglar, jograr; en francés, juglor, jogleur; en inglés, juggler, jugelere; en portugués, jogral; en italiano, giollare, zoglar.

Y surgen otras denominaciones: minstrel en Inglaterra (del latín ministerialis = servidor de casa). También en Cataluña la voz ministrer prevalece sobre joglar en el siglo xiv, y en Castilla se afianza ministril.

En Alemania Gengler se transforma en Gaukler, y después en Spielman (spielen significa precisamente tocar); en flamenco tenemos Gokelaer. Los Spielleute son herederos del Skôp y el Gléoman del ámbito teutónico. Existieron también los Spelmän en Suecia, el Spillemaend en Noruega y el Speelmanni en Finlandia, e incluso el Szpielmonas en Lituania, el Spilman en la zona de Bohemia y el Smorok en Rusia.

Las definiciones de juglar son muchas y muy distintas, pues muchos y de muy distinto tipo eran los juglares, poseedores de mil oficios y de formación cultural diversa. Sintetizando casi hasta la caricatura, podemos decir que tenían la función de divertir y entretener a las gentes.

Fuente para los artículos sobre juglares Golber, portal de la música antigua.

La lengua de los libros

En la Europa del siglo XII, el latín, lengua indiscutida de la comunidad culta, convive con las nuevas lenguas vernáculas. Por su parte, entre las clases menos cultas parece haber existido un alto grado de bilingüismo funcional y de comprensión del latín, lengua con la que entraban en contacto cotidianamente a través de la predicación evangélica. La mayoría de los simplices et medriocriter litterati sabía algo de latín, y entendían los sermones si no al pie de la letra, sí lo bastante como para captar el sentido. Como lo describe S. Agustín, las gentes se veían conmovidas, ya que no instruidas, por las palabras. Para ellos, el latín era la lengua no sólo de la autoridad y la ortodoxia, sino también del misterio, la sonoridad y el prestigio. Serán las nuevas órdenes de predicadores del siglo XIII, dominicos y franciscanos, las que empiecen a adoctrinar al pueblo en la lengua común.

Los dos principales focos de irradiación de la obra literaria escrita en vulgar serán la Iglesia y la corte. En España, la Iglesia favorece el desarrollo de la lengua vernácula a través de la creación de unas manifestaciones literarias de contenido religioso a medio camino entre la obra popular y la culta, el llamado mester de clerecía, creador de una poesía narrativa clerical, de carácter culto e intención didáctica, entre los siglos XIII y XV. Sus fuentes, siempre escritas, son obras latinas y francesas, y sus temas serán por tanto siempre eruditos, consistentes en poetizar temas hagiográficos, doctrinales, ascéticos o marianos, incluso amorosos o legendarios; en Francia, las cortes provenzales habían poetizado la relación entre los caballeros y las damas con la creación de un género literario, el cancionero cortés, procedente en último extremo de la lírica amorosa árabe, que se extendió pronto a todo el Occidente europeo; también aquí se originan los libros de caballerías, relatos de ficción con pretensiones históricas para recreo de la clase cortesana.

 Del artículo de Beatriz Porres.

El libro medieval

El libro medieval, conocido como códice o manuscrito, nace y muere a causa de dos revoluciones técnicas muy distintas; nace cuando, hacia el siglo IV d. C., se reinventa el libro como un objeto de forma rectangular consistente en varias hojas apiladas y cosidas, que se pueden hojear una tras otra (el formato de los libros de hoy día), y muere con la invención de la imprenta en el siglo XV, cuando los libros dejan de copiarse a mano. Antes de su invención, los libros consistían en varias hojas de papiro escritas, pegadas una junto a otra por los bordes, hasta formar una tira más o menos larga que se guardaba enrollada (nuestra palabra «volumen» viene de ahí: en latín volvere significa «enrollar»). Con la consolidación del Cristianismo como religión oficial, en el siglo IV, se extiende el uso de la nueva forma de libro, el códice de hojas cosidas. Las ventajas de esta nueva disposición de los textos son evidentes para una religión que transmite una verdad revelada por escrito, una religión basada en un libro, la Biblia, que era necesario consultar constantemente. Otros factores favorecen su difusión, como la compilación y codificación (en el sentido de «poner en un códice») del Derecho Romano a finales de la Antigüedad, y por obra sobre todo del emperador Justiniano, en el siglo VI. Era evidentemente mucho más fácil buscar rápidamente un determinado pasaje de la Biblia o de un código de Derecho en un libro que se puede hojear que en uno que hay que desenrollar y enrollar cada vez. Al mismo tiempo, se impone el uso del pergamino, y no ya del papiro, para la confección de las hojas. El pergamino toma su nombre de la ciudad helenística de Pérgamo, pues una leyenda transmitida por Plinio el Viejo nos cuenta que fue allí donde se inventó, obligados por la necesidad de un nuevo soporte escriptorio después que Egipto hubiera interrumpido sus exportaciones de papiro a dicho reino. Hecho con pieles de animales tratadas con agua y cal, es un material orgánico de duración casi eterna, que requiere pocos cuidados. Los árabes introducirán en España el papel, un nuevo material procedente de China que sustituirá al pergamino en toda Europa. El primer molino de papel en suelo europeo será el de Játiva, a mediados del s. XI, y de ahí se difundirá al resto de Europa, principalmente a partir de molinos italianos como el de Fabriano, que será uno de los mayores exportadores desde el siglo XII. Al ser un material mucho más barato y rápido de fabricar que el pergamino, acabó por sustituir a éste; su uso se impone casi definitivamente a partir del siglo XV, con la ayuda decisiva de la imprenta.

El libro manuscrito, que cubre un larguísimo período de más de mil años, preserva no sólo las lecturas que acompañan al devenir de la historia medieval, sino también una de sus manifestaciones artísticas más elevadas: la miniatura, la principal manifestación pictórica de la época, así llamada no porque se trate de obras de arte diminutas (que lo eran), sino porque contienen minio, un pigmento rojo muy utilizado. El libro en sí es un objeto artesanal que requiere una alta cualificación y el concurso de varios especialistas (un miniador, un escriba experto en caligrafía, un revisor del texto, un encuadernador…) que lo construyen con la combinación de distintos materiales: pergamino o papel y tinta para escribirlo, pigmentos de distintos colores y pan de oro para decorarlo, cuerda, madera, hilo, cuero y broches metálicos para encuadernarlo. Se comprende pues que fueran carísimos, y que allí donde escaseaban se convirtieran en tesoros celosamente protegidos, e incluso en objetos de culto religioso (pues contenían la palabra divina) capaces de hacer milagros por sí solos. Cada manuscrito se escribe en hojas sueltas que se ensamblan luego para encuadernarlas, y normalmente el copista escribe apoyando las hojas en las rodillas (el uso del pupitre no era tan obvio como podría parecernos) y en muchos casos al aire libre, en el claustro del monasterio, aprovechando la luz del día. Muchos manuscritos conservan al final las quejas del copista por lo duro del trabajo («Tan sólo escriben tres dedos, pero es todo el cuerpo el que trabaja»), o expresiones de alivio por haber llegado al final de la obra («Como el marinero se alegra de ver la orilla acercarse, así me alegro yo de ver el final de este libro»).

Los libros eran muy distintos entre sí. Las diferencias, obviamente no sólo de contenido, sino de modo de presentación del texto o de estilo decorativo, dependían fundamentalmente del destinatario de la obra. Los libros se hacían (y se hacen) siempre para un tipo concreto de lector. Nada tiene que ver el evangeliario ricamente miniado y con tapas de marfil o cuajadas de piedras preciosas, regalado por un emperador a un gran monasterio como símbolo de poder, con el de uso cotidiano, pequeño y sin decorar, de un monje misionero en las Islas Británicas.

Por lo que a los siglos XII y XIII se refiere, lo más relevante es que es precisamente entre ambos siglos cuando el monopolio monástico en la producción de libros llega a su fin. En los tres últimos siglos del período medieval no fueron los monjes, sino los profesionales laicos, los que se ocuparon de la producción de códices. La causa del cambio está en el nacimiento de las universidades; los estudiantes necesitan libros, y la demanda universitaria dará lugar a un comercio librario en el XIII que pasará a manos de talleres urbanos profesionales, autores de una producción masiva y en serie que alimentará las necesidades no sólo de ésta, sino también de un emergente estamento laico acomodado cada vez más culto.

Es también el nuevo libro escolástico universitario, el nuevo tipo de producción libraria, la nueva forma de leer y estudiar, lo que favorece la creación de otra forma de escribir. Se introduce ahora la escritura gótica, que sustituye al tipo de letra usado en Europa desde el siglo IX, la llamada escritura carolina. Con la gótica se difunde también una presentación del texto más clara y legible: mejor separación de las palabras, signos de puntuación, muchísimas abreviaturas que agilizan la lectura, división del texto en dos columnas en cada página… Sus contemporáneos denominaban a esta escritura littera moderna; el nombre gothica se lo dan despectivamente los humanistas del XVI, y con él querían decir «letra de bárbaros», porque les parecía ilegible. Ellos se encargarán de recuperar y difundir la que erróneamente consideraban la escritura de los antiguos romanos, la antiqua, que no es otra que la letra carolina, de formas redondas, pausadas y elegantes; ésta fue la escritura con que se difundió la nueva cultura renacentista, y ésta fue la escritura utilizada para imprimir los primeros libros, Esta es, fundamentalmente, la escritura con que seguimos imprimiéndolos.

La imprenta, una técnica inventada primero en Renania hacia 1440 y extendida luego a Italia (1465) y al resto de Europa, nace como artimaña para una falsificación. Al parecer, Gutenberg mantuvo inicialmente en secreto el descubrimiento para poder seguir vendiendo los libros que fabricaba haciéndolos pasar por manuscritos. Fuera éste el motivo o no, el secreto duró poco. En diez años, los tipógrafos adiestrados en sus talleres difundían la imprenta por toda Europa.

Hacia 1510 la mayor parte de los libros hechos en Europa eran ya impresos. Con este fenómeno acaba el período medieval europeo. Sus libros, que ya no son manuscritos, ni miniados, ni de pergamino, se han convertido en nuestros libros.

Del artículo Beatriz Porres.
 
como se hacía una obra.
 
Cronología del libro.
 
lclcarmen3.wordpress.com

Lecturas medievales

La Europa posterior a la invasión de los godos había perdido la riqueza literaria y la amplia alfabetización que habían caracterizado a la época clásica. Si los griegos pensaban que un idiota es alguien que no sabe ni leer ni nadar, en la Europa medieval los idiotae serán sencillamente los illiterati, los analfabetos, y el término está ya muy lejos de la carga de desprecio que el refrán griego rezuma hacia una ignorancia inconcebible.

La mayor parte de los libros de la Europa cristiana eran libros litúrgicos (misales, evangeliarios, antifonarios, etc.), necesarios para la celebración de los ritos sagrados en iglesias y monasterios, y libros necesarios para la formación de sacerdotes y monjes, como colecciones de homilías, textos de los Santos Padres, biblias… Son éstos sin duda los más copiados y los más usados, por ser «herramientas de trabajo» de un estamento social importantísimo en la época como es el clero. Y son ellos, precisamente porque su profesión les exigía saber leer y escribir y conocer el latín, los encargados, durante toda la Edad Media, de preservar y transmitir la cultura heredada de la Antigüedad, de ejecutar la penosa tarea de copiar los libros, de enseñar a leer y escribir.

Ello es especialmente cierto para la Alta Edad Media europea, hasta el nacimiento de las universidades en el siglo XII y la conversión de éstas en centros laicos de difusión del saber. Pero aunque no son los únicos que poseen la capacidad de leer (otras profesiones lo requerían en mayor o menor grado; los comerciantes tenían que saber llevar sus cuentas, y los notarios y funcionarios de las cancillerías tenían que ocuparse de la burocracia privada y pública), sí son los principales productores y consumidores de cultura y de ciencia; de ahí que, al menos hasta el siglo XII, podamos crear la equivalencia clérigo=hombre de letras (hoy día el término inglés clerk todavía designa a ambos).

Fuera de este grupo, por lo demás muy poco homogéneo en sus niveles de alfabetización, se encuentran lectores principalmente entre las capas sociales acomodadas, es decir, nobles y altos funcionarios, educados en cualquier caso en escuelas monásticas o catedralicias.

Pocos lectores son, huelga decirlo, mujeres. Algunas fueron eximias protectoras de la cultura, como la emperatriz Teófano, la esposa bizantina de Otón II, emperador del Sacro Imperio; la fama de otras, como la de la culta Eloísa, amante de Abelardo alcanzó la leyenda; de otras quedan sólo sus nombres: nombres de humildes monjas escribanas que firman los libros que copian, nombres de damas que dejan en herencia sus bibliotecas a monasterios y catedrales. Se cree que las mujeres, precisamente porque se cuidaba menos su educación y no solían saber latín, fueron un público que propició la difusión de obras escritas en lenguas vernáculas.

Pero no sólo había clérigos que leían venerables volúmenes de teología o ciencia. El siglo XII vive un renacimiento de las letras en toda Europa, y muy especialmente en España, que impulsará el nacimiento de las universidades o la composición de los primeros textos literarios en las distintas lenguas vernáculas, con sus nuevos géneros y sus temas preferidos. Si los más cultos leen a S. Agustín y a Plotino y se interesan por las matemáticas, no faltarán a partir de ahora lectores de libros de caballerías como el Roman de toute Chevalerie de Thomas of Kent o los relatos artúricos de Chrétien de Troyes o Geoffrey de Monmouth; de lírica religiosa, como las Cantigas de Alfonso X; de poesía amorosa como el Roman de la Rose; de fábulas indias, como el Calila e Dimna, difundidas gracias a los árabes; de cuentos como los Canterbury Tales de Chaucer; de relatos supuestamente históricos sobre míticos héroes y batallas, como la Historia Destructionis Troiae de Guido delle Colonne, la Eneide de Heinrich von Veldeke (una adaptación de la Eneida de Virgilio) o el Speculum historiale de Vincent de Beauvais, una historia del mundo desde la Creación hasta el 1250, pronto traducida al neerlandés y al francés; de textos concebidos para la devoción privada, como vidas de santos o libros de horas; de poesía moralizante como la de Berceo; de poemas épicos como el Nibelungenlied, el Poema de mío Cid o la siciliana Chanson d’Aspremont, rápidamente puestos por escrito y traducidos (existe un Rolandslied del 1170); de libros de viajes como Li Livres du Graunt Caam de Marco Polo, por no hablar de obras maestras como la Divina Comedia.

No carecían de público las obras inmorales, las de contenido satírico, blasfemo u obsceno (se dice que uno de los motivos por los que el Roman de la Rose fue tan tremendamente popular en la Edad Media estriba en lo subido de tono de algunos pasajes) y las opuestas a la doctrina cristiana (obras de brujería o magia, textos paganos), generalmente prohibidos.

Por último, para las capas más populares, compuestas en gran parte por analfabetos, la literatura no se lee: se oye. La transmisión de la literatura como entretenimiento es en buena parte oral, en círculos familiares o en plazas públicas. Todo ello sin olvidar que también el que sabe leer lee siempre en voz alta, aunque esté solo; la lectura silenciosa es una habilidad tardía, extendida a partir del Renacimiento.

Artículo de beatriz Porres.