Ilumnación medieval

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Lamparas, candiles, velas y antorchas.

Para alumbrarse, pelaban un junco y lo mojaban en manteca, y eso ardía como una vela.

La cama medieval

Lo habitual era meterse en la cama desnudos, apartando los vestidos con la esperanza de verse librado, además, de las pulgas y piojos que hacían tan desagradable la vida diurna. En una única cama, siempre para ahorrar espacio, dormían incluso siete u ocho personas: en invierno, el calor en las habitaciones se conseguía por la cercanía de los cuerpos.
En las casas de los ricos, telas e incluso telas forradas de pieles cubrían por completo las paredes para combatir el frío, la humedad y las corrientes de aire de la estación; quien no podía permitirse tales lujos, recurría a las falsas tapicerías, únicamente pintadas.
Las cortinas que los más afortunados extienden alrededor de la cama sirven para conseguir mayor intimidad: son necesarias en las habitaciones medievales llenas de corrientes de aire y poco caldeadas: “¿Por qué haces las cubiertas? Para conciliar el sueño, que tanto necesitas, y para reposar. ¿Y para qué haces las cortinas? Porque temes al viento”, explicaba el dominico Giordano de Pisa en un sermón suyo de 1304. Las ventanas solían ser pequeñas, cerradas por antas de madera que reparaban a medias; de día hacían caer en la más profunda oscuridad las habitaciones ya poco iluminadas.
Para obtener un poco de luz y al mismo tiempo evitar que entraran nubes de moscas, se ponían en las ventanas, en lugar de nuestros cristales, telas enceradas o pergamino.
Esta situación perduró durante mucho tiempo: de hecho, para un burgués de finales del Trecento, aún siendo rico, los cristales en las ventanas resultaban un lujo que él no podía permitirse: éstos se utilizaban exclusivamente para las vidrieras de las iglesias



 

 

El colchón:

En Europa la gente dormía sobre pilones de pastizales u hojas de distinto tipo. Más tarde, se crearon los primeros colchones, que constaban en lo mismo, pero dentro de una funda. El relleno era usualmente de pajas, lana, u hojas, pero la cantidad de enfermedades que podía albergar un sólo colchón eran demasiadas, y debían limpiar, vaciar, y ventilar los “colchones” lo más seguido posible.

El declive de camas y dormitorios se refleja en otro término de la Edad Media: cabecera de la cama. Hoy este concepto designa una parte de la estructura que soporta toda la cama, mas para los austeros anglos, sajones y jutos, la cabecera era meramente el lugar en el suelo donde una persona se acomodaba para pasar la noche.

La incomodidad puede convertirse gradualmente en costumbre y, en las Islas británicas, la ausencia de lechos confortables llegó a ser considerada una ventaja, un medio nocturno para fortalecer el carácter e incluso el cuerpo. Se creía que un lecho blando creaba soldados blandos, y esta creencia la expresó Edgar, rey de los escoceses, a principios del siglo XII, cuando prohibió a los nobles, que podían pagarse buenos colchones de plumas, dormir en toda superficie que, por su blandura, les llevara al afeminamiento y a la debilidad de carácter. Incluso desnudarse para pasar la noche (exceptuando quitarse las cotas de malla) era una costumbre juzgada como poco varonil. Tan austera era la vida anglosajona, que los conquistadores normandos juzgaban a sus cautivos como seres apenas más civilizados que los animales.

Hubo un tiempo en que los colchones, por los insectos que pululaban en su interior y el moho que los invadía, representaban una pesadilla más abominable que los peores sueños de un durmiente. La paja, las hojas, las agujas de pino y los juncos, todos ellos rellenos de origen orgánico se pudrían y alojaban una cantidad impresionante de chinches y pulgas. Numerosos relatos medievales hablan de ratones y ratas que, junto con los bichos que les servían de alimento, se alojaban en aquellos colchones que no eran regularmente secados y renovados. Los médicos recomendaban añadir al relleno de los colchones sustancias que repelieran a los animales, por ejemplo el ajo.

Normalmente en las casas medievales el ajuar era escaso. Las piezas esenciales del mobiliario serían las arcas y arcones destinados a guardar los enseres de la casa: ropas, vajillas, cristal, etc; las camas, las mesas y, como elemento de asiento, los escaños de madera. Las camas están documentadas con su equipo completo: la denominada «muérfaga» o «almadraque» que corresponde a nuestro colchón actual, relleno de paja o borra -también se documentan «almadraquetas», es decir, colchones más pequeños forrados con una tela gruesa de estopa-; encima del colchón se colocarían sábanas de lino -denominadas «cobiertas»- y mantas de lana delgada o las denominadas «cocedras», es decir, colchonetas muy finas normalmente rellenas de pluma; por último la almohada o cabezal también forrado de tela de lino. De un inventario de mediados del siglo XV, Álvarez transcribe la siguiente frase: «de un paramento de lienzo teñido de verde e colorado todo en derredor de la cama donde yo e el dicho mi marido dormiamos», lo que nos sugiere que nos encontramos ante el caso, no muy frecuente, de una cama con dosel.

En la época medieval las camas continuaron siendo objetos relativamente hostiles al cuerpo. Se extendían tapices sobre el suelo o en algún banco adosado al muro, en los que se colocaban almohadones de plumas, lana o crin animal y se usaban, a modo de cobertores, pieles de animales.

La apariencia era fundamental para dejar en claro el nivel social de la persona que ocupaba el lecho, de modo que las camas se convirtieron en rebuscados objetos llenos de ornamentos, que podían incluir la heráldica del durmiente.

En ese tiempo se comenzaron a utilizar las cortinas como parte de las camas, que llegaron a tener alturas impresionantes en los amplios palacios. Desde luego, la gente del pueblo seguía reposando en simples cajones de madera.

A partir del siglo Trece se empezaron a usar camas de madera, con artísticos trabajos de pintura y escultura. El bastidor para sostener el colchón era una red de cuerdas o correas y las personas se acostaban envolviéndose en un lienzo que cubría el colchón.

Las dimensiones de las camas llegaron a ser tan grandes que algunos príncipes hacían que sus criados golpearan con un palo los colchones para persuadirse de que en ellos no se ocultaba ninguna persona. Entre los humildes, una de estas camas servía para toda la familia.

La cama era un curioso lugar de socialización, muy distinto al que ahora conocemos. Era habitual que durmieran juntos los miembros de la misma familia, el señor con sus criados o la dama con sus doncellas.

A los invitados se les hacía un hueco para que pernoctaran en el lecho común, como prueba de deferencia y distinción con el huésped a quien se quería honrar.

Poco a poco la cama comenzó a adoptar su forma “moderna”, con patas bien definidas, pomos y colchones. Por la noche se extendían sobre las sábanas de lino los cobertores de abrigo, que solían ser pieles. Las personas ya no se envolvían al acostarse en las ropas de cama, sino que dejaban que cayeran por los lados, exactamente igual que en la actualidad.

Por esa época también se usaron como cobertores unos colchoncitos finos rellenos de plumas, semejantes a los que en los países nórdicos se siguen usando y que en la actualidad conocemos como edredones.

 

La muerte y sus ritos. Plañideras medievales

Artículo sobre las exequias medievales en España
De ahí he sacado los fragmentos que están al final de artículo.
 
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(Sepulcro de Doña Blanca de Navarra, Nájera La Rioja)
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(Imagen de Plañideras de la Abadia de Cañas La rioja)
ALTA EDAD MEDIA
En la primera Edad Media los ritos de la muerte estaban dominados por la familia y amigos del difunto, quienes protagonizaban las escenas del duelo y acompañamiento. Estos ritos eran fundamentalmente civiles y el papel de la iglesia se reducía a la absolución ántuma y póstuma.

La escena del duelo se hallaba dividida en dos actos sucesivos e inmediatos: durante el primero, las manifestaciones eran salvajes (al más puro estilo antiguo) o así debían parecerlo: «a penas se constataba la muerte, a su alrededor estallaban violentas manifestaciones de desesperación», circunstancia que contrastaba con la calma y sencillez del moribundo en espera de la muerte. Tales gestos de pena y dolor sólo eran interrumpidos por el elogio del difunto, segundo acto de esta escena; habitualmente existía un «guía» del duelo quien se encargaba de las palabras de despedida, haciéndose especial hincapié en la espontaneidad de los acompañantes (familiares, amigos, señores y vasallos del difunto).

El duelo solía durar algunas horas, el tiempo de la vela, a veces el tiempo del entierro: un mes como máximo en las grandes ocasiones; las gentes se vestían de rojo, de verde, de azul, del color de los vestidos más hermosos para honrar al muerto.

BAJA EDAD MEDIA
Las convenciones sociales ya no tendían a expresar la violencia del dolor y se inclinaban desde el momento de la muerte hacia la dignidad y el control de uno mismo: ya no parecía tan legítimo ni tan poco tan usual perder el control de uno mismo para llorar a los muertos. El duelo medieval expresaba la angustia de la comunidad visitada por la muerte. Las visitas del duelo rehacían la unidad del grupo, recreaban el calor de los días de fiesta (retorno a lo antiguo): las ceremonias del entierro se convertían también en una fiesta de la que no estaba ausente la alegría, donde la risa hacía que con frecuencia las lágrimas desaparecieran.

Allí donde las manifestaciones tradicionales del dolor subsistían, como en la España de los siglos XIV y XV (aún persistían las plañideras y el duelo tenía por objeto descargar el sufrimiento de los supervivientes), su apariencia de espontaneidad y su dolorismo se han atenuado; lo que no se quería decir mediante palabras o gestos, se significaba entonces por el traje y el color: «En el siglo XII, Baudry, abad de Bourgueil, señalaba como rareza extraña que los españoles se vistieran de negro al morir sus parientes».

En la segunda Edad Media, y más particularmente después del establecimiento de las ordenes mendicantes (carmelitas, agustinos, capuchinos y dominicos), la ceremonia del duelo, el velatorio y el entierro cambió de naturaleza; la familia y los amigos, ahora silenciosos, han dejado de ser los principales actores de una acción desdramatizada. En adelante, y probablemente a partir de los siglos XII y XIII, los principales papeles estarán reservados a los sacerdotes (ordenes mendicantes especialmente), a personas semejantes a monjes, laicos con funciones religiosas, como las ordenes terceras o los cofrades, es decir, a los nuevos especialistas de la muerte.

Así, el acompañamiento se convierte en una solemne procesión escolástica: los parientes y amigos no fueron desde luego apartados, pero en los cortejos ordinarios son tan discretos que llega a dudarse de su presencia; pobres y niños de hospital (expósitos o abandonados) empiezan a integrar el cortejo según la riqueza y generosidad del difunto, al tiempo que intercederían en favor suyo ante la corte celestial.
Se daba en toda la geografía española, pero he encontrado esto sobre el País Vasco:

La procesión solemne del séquito se convierte así en la imagen simbólica de la muerte y los funerales; el orden y composición del séquito eran fijados por el muerto en el testamento (costumbre que persiste en los siglos XVI-XVIII): «Desde su último suspiro, el muerto no pertenece ya ni a sus iguales o compañeros, ni a su familia, sino a la iglesia; la lectura del oficio de los muertos a sustituido a las antiguas lamentaciones».
También fue muy común el oficio ridículo de las plañideras —señala Larramendi—, que se alquilaban y pagaban para que fuesen llorando y lamentándose a gritos detrás del difunto (…). Hubo antigüamente en Guipúzcoa semejantes plañideras, que se llamaban «aldeaguilleac», «adiaguilleac », «erostariac», en Vizcaya. Y aunque las desterraron largos tiempos ha, no sólo han quedado los nombres vascongados de las plañideras, sino también algunos residuos de aquella costumbre. Porque las mujeres van siguiendo el cadáver de su marido, no sólo llorando lágrimas vivas y serias, sino gimiendo y hablando en voz levantada.» Uno de los decretos dictados por el obispo de Pamplona, don Pedro Pacheco, en su visita pastoral verificada a Tolosa el ano 1541, prohibe a las mujeres que «lloren den voces y palmadas, perturbando los oficios divinos», en las misas cantadas de difuntos. ESTE ASPECTO ES COMÚN EN VARIAS ZONAS  PUESTO QUE HAY CASOS EN LOS QUE LA IGLESIA NO PERMITE ESA PRESENCIA, ESPECIALMENTE DENTRO DEL TEMPLO, POR PERTURBAR A CAUSA DE SUS GRITOS EL DESARROLLO NORMAL DEL OFICIO.

Según escribe el P. Fray Miguel de Alonsótegui en el capítulo V , del libro 1.º de la «Crónica de Vizcaya», y la referencia la recojo de la «Historia  General de Vizcaya», de Iturriza, hubo en este Señorío la costumbre de alquilar mujeres que a la cabecera del difunto llorasen, planiesen y declamaran, loando, en las timeras endechas, los abalorios, las proezas y hazañas del muerto (…). Esta costumbre fue prohibida por el Fuero de Vizcaya y cayó en desuso por la persuasión de los curas, principalmente, «a quienes el excesivo llanto y la gritería que formaban les impedía celebrar con devoción los oficios divinos».

Entre otros varios autores, Gorosabel se fija en estas mujeres que «andaban llanteando», según su expresión.

Por Juan José de Basteguieta sabemos que en Guipúzcoa se ha conocido a la llamada «Negarti plazako» (la llorona de la plaza), y a la casa donde vivía se la ha llamado «negartijena».

 En otra fuente he encontrado esto:

Tras el fallecimiento el difunto era envuelto en un sudario de tela blanca y era velado por los familiares antes de ser enterrado. El entierro se realizaba de manera rápida no sólo para evitar contagios y enfermedades sino para alejar el fantasma de la muerte de la familia o el pueblo.

En el caso de los más acomodados, o de que el difunto formase parte de una cofradía, el funeral suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo cortejo con luminarias y la procesión de pobres y plañideras contratados pare la ocasión.

El entierro para estos afortunados tenía lugar en el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples descampados donde solían realizarse toda clase de actividades profanas (mercado, juegos, etc.).

La solemnidad caracterizaba el traslado del cadáver desde la casa hasta el lugar de enterramiento. Los familiares, compañeros de oficio y las plañideras (en mayor número cuando el finado era de clase social elevada ya que recibían una gratificación) acompañaban al cadáver.

Durante la trayectoria las campanas de las iglesias tocaban para ahuyentar a los demonios. Cantos, plegarias y llantos eran los sonidos del cortejo durante el viaje. El blanco era el color habitual del duelo, estando el negro reservado para las familias aristocráticas. Cementerios e iglesias eran los lugares de enterramiento. El desarrollo económico de la Baja Edad Media motivó la proliferación de capillas en iglesias y catedrales. Tras el entierro la familia debía ofrecer una comida a los acompañantes. Su objetivo era reconstruir la cohesión de la comunidad. Tras el primer aniversario de la muerte se celebraba una misa con la que se ponía punto final al luto que había guardado la familia.

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Descripción y lugar de la imagen, Tumba de un caballero castellano.

Los gemidos femeninos, que forman parte del ritual mortuorio y que en cierta medida perpetúan la larga tradición de las plañideras grecolatinas. Estos sollozos y gemidos rituales que encontramos en torno al lecho del moribundo, en el velatorio y en el cementerio, son siempre producidos por mujeres, los “agentes esenciales del rito funerario” en palabras de M. Mauss (3). Recordemos a este respecto que eran éstas quienes se encargaban del amortajamiento y del velatorio del difunto. Las “pleureuses” confieren un cariz dramático a la muerte, gritan, lloran, rezan, en ningún momento son asistentes pasivos, la emoción les agita, sus muestras de dolor son siempre apasionadas. Veamos por ejemplo lo que nos cuenta Mengarde Buscaih: “Cuando mi suegra murió, asistí a su entierro lanzando tremendas vociferaciones. Sin embargo, tenía los ojos secos, porque sabía que la querida mujer había sido heretizada en vida” (I, 490). Los hombres gimen con discreción (II, 289).

En un documento del siglo XV narra esto:

En Orihuela se celebró el 2 de octubre de 1497. Todo el Consejo se vistió de bayeta, tela de lana, floja y de poco cuerpo en señal de luto. Se dispusieron dos túmulos en el trayecto de la procesión-entierro, uno en Santiago y otro en la Colegiata; en la procesión se quebraron tres escudos; dos banderas de luto eran portadas por los dos nobles más importantes de la ciudad, y el palio lo llevaban destacados prohombres oriolanos: Masquefa, Rocamora, Fontes, Monsí de Castañeda, Maza, Rocafull y entre ellos mosén Antonio de Gasque. Ceremonia curiosa en sus actos y popular, dado que el caballero Juan Palomares iba preguntando a los portadores de la bandera, a los jurados y consejeros «¿Qué novedad es ésta?» y, a sus contestaciones, las plañideras y las que no lo eran de oficio se unían a sus gritos y alaridos, en tanto se mesaban ropas y cabellos con toda la estridencia posible.

La manera en que manifestaban el dolor era variada: a través de lamentos, (que podían adoptar incluso la forma de gritos estentóreos y descontrolados), dándose golpes en el pecho, (el cual a veces dejaban al descubierto), echándose tierra sobre la cara, cabeza y cuerpo, (tratando con ello de ocultar la presumible belleza externa), o tirarse con energía de los cabellos, (despeinándolos, o incluso arrancándolos); es decir, en conjunto manifestando una conducta que diera sentida cuenta del profundo dolor que implicaba la pérdida de un ser querido, a través de un comportamiento claramente atípico y alejado del estado sosegado y tranquilo que era normal en la vida cotidiana.

 El Cid pide :

Mando que no alquilen / plañideras que me lloren / restan las de Jimena / sin que otras lágrimas compren

 

Como veremos, supone la pervivencia medieval de unos usos documentados en época romana, contra cuyo fuerte arraigo chocaron las prohibiciones reiteradas de la iglesia e incluso las emanadas del poder civil.

Una de ellas, invocada tradicionalmente por la historiografía dada la riqueza de detalles que aporta, corresponde al sínodo burgalés del obispo Cabeza de Vaca de 1411. Sin lugar a dudas, el párrafo que se dedica a esta práctica denostada tiene un gran poder evocador. En él se censura: “el malo e aborrescido uso que cuando alguno muere los homes e las mugeres van por los barrios e por las plaças aullando e dando bozes espantables en las iglesias e otros lugares, tañendo bozinas e faziendo aullar los perros, e rascando las caras e mesando las crines e los cabellos de las cabeças, e quebrando escudos, e faziendo otras cosas que no convienen; e esto fazían los gentiles no creyendo la dicha resurrección”…

Más de un siglo después y en contexto sevillano se describe el mismo

género de celebración en estos términos: “Assi desta manera quedó en nuestro tiempo la manera de enterrar los caballeros, que los llebaban en sus andas descubiertos, vestidos de las armas que tuvieron, y puesto el capellar de grana y calzadas las espuelas, su espada al lado y delante las banderas que habia ganado y otras muchas cosas de gentiles. A ciertas partes de la ciudad se paraban, quebrando los paveses y escudos de la casa. Llevaban una ternera que bramase, los caballos torciendo los hocicos y los galgos y lebreles que había tenido, daban de golpes para que aullasen. Tras de ellos iban las endechaderas, cantando en una manera de romances lo que había hecho y cómo había muerto. Esto quitó la Inquisición por ser color de gentiles y judíos y negocio que aprovechaba poco para el alma”. En ambos textos se conjugan elementos que corresponden a las distintas esferas del ritual funerario. Por un lado están los aspectos externos de una ritualización del dolor cuyos antecedentes directos se hallan en el mundo romano aunque su incidencia —incluso iconográfica— ya se documenta en la civilización egipcia. Nos referimos a  las plañideras. Los integrantes del cortejo —sean hombre o mujeres, pero principalmente estas últimas— lloran, se arañan, mesan sus barbas y cabellos y evocan las virtudes del difunto de viva voz.

 

También esta en conexión con la LÍRICA TRADICIONAL CASTELLANA, puesto que está formada por cancioncillas populares que se transmitían oralmente de ahí que sean anónimas. La forma métrica generalmente más utilizada es el villancico.

Sus principales géneros son planto, llanto o endecha (canciones funerarias que expresan el dolor por la muerte de un ser querido), mayas (canciones que cantan la llegada de la primavera y del amor en el mes de mayo), canciones de trabajo que tratan sobre las deferentes labores del campo), canciones de amor, cantos de bodas…

En el folklore aparece esta cancioncilla titulada La Llorona, en la que la esposa encarga los servicios de las plañideras para las honras fúnebres del recién fallecido esposo:

Llóralo bien lloradito
Que te voy a dar colmado
Y un puñadito.

 

 

Música en la Edad Media

 De este Enlace:

 

 -Sonidos marginales provocados y controlados por los hombres

Dentro de este grupo destacaremos los siguientes:

•El silbido, que es utilizado por los aldeanos para llamar la atención de alguien.

•Los gemidos femeninos, que forman parte del ritual mortuorio y que en cierta medida perpetúan la larga tradición de las plañideras grecolatinas. Estos sollozos y gemidos rituales que encontramos en torno al lecho del moribundo, en el velatorio y en el cementerio, son siempre producidos por mujeres, los «agentes esenciales del rito funerario» en palabras de M. Mauss (3). Recordemos a este respecto que eran éstas quienes se encargaban del amortajamiento y del velatorio del difunto. Las «pleureuses» confieren un cariz dramático a la muerte, gritan, lloran, rezan, en ningún momento son asistentes pasivos, la emoción les agita, sus muestras de dolor son siempre apasionadas. Veamos por ejemplo lo que nos cuenta Mengarde Buscaih: «Cuando mi suegra murió, asistí a su entierro lanzando tremendas vociferaciones. Sin embargo, tenía los ojos secos, porque sabía que la querida mujer había sido heretizada en vida» (I, 490). Los hombres gimen con discreción (II, 289).

•Los toques de campanas, que juegan un papel fundamental en la comunicación social del espacio rural, pues a través de ellas se transmiten acontecimientos cotidianos y mensajes (actos festivos, entierros, celebración litúrgica, etc…). Las campanas -usadas en Occidente desde el siglo VI y cuyo nombre hacía derivar Jean de Garlandia a principios del siglo XIII de «a rusticia qui habitant in campo, qui nesciant iudure horas nisi per campanas»- no son utilizadas en Montaillou con vistas a la división del tiempo. A pesar de que desconocemos la totalidad de los toques empleados en la aldea, sabemos que eran utilizadas para señalar la noticia del fallecimiento de un persona -de hecho se especifica que el toque no era igual si la persona fallecida era hombre o mujer (II,201)- y para indicar la elevación del «cuerpo de Cristo» durante la misa, lugar privilegiado de reunión comunitaria, para lo cual se hacía sonar la campana mayor (III, 60; 235). Por otra parte, cuando se excomulgaba a alguien se anunciaba con volteo de campanas y a tambor batiente.

•Las pequeñas cantilenas de recitación que suponemos emplearía el pregonero al promulgar las disposiciones públicas (II, 453).

2.-Los cantos de las aves.

Los cantos producidos por los pájaros y las aves son interpretados a nivel ideológico según las creencias de un tipo de religiosidad animista. Así por ejemplo, el canto del gallo señaliza el tiempo y el quejido lúgubre de la urraca o de la lechuza producido durante la noche augura la muerte.

El gallo es el ave divisoria por excelencia entre el día y la noche, su canto es aprovechado para medir el tiempo («al primer canto del gallo», «cuando ya el gallo había cantado tres veces», etc…) La velada al amor de la lumbre reviste gran importancia en la aldea, a veces puede prolongarse hasta el canto del gallo para los más apasionados (I, 223; III,208). En ella se dialoga, se discute, se chismorrea y lo más importante, se transmite la cultura oral. No sería descabellado pensar que la música amenizara estas veladas.

La lechuza y la urraca dentro de la religiosidad e ideología pagana del lugar, llena de supersticiones diabólicas, y que se ha mantenido inmóvil hasta casi la actualidad en muchos ambientes rurales de los países de la Europa occidental, son consideradas entes maléficos, macabros y diabólicos. Su canto, unido a la oscuridad de la noche, presagia la muerte. Sus quejidos y gritos sobresalen, asustan, excitan, producen terror, angustia y sobre todo repulsión, ya que se consideraban portadores del lenguaje de los espíritus. Incluimos a continuación lo que nos cuenta Brune Pourcel a este respecto: «Y cuando moría -se refiere a Na Roqua- vinieron al tejado de mi casa dos pájaros nocturnos llamados vulgarmente gavecas (lechuzas); gritaban desde el tejado; al oirlas, yo dije: ¡Los diablos han venido para llevarse consigo el alma de la difunta Na Roqua!» (I, 388).

LA MUSICA EN LA ALDEA

Hasta aquí prácticamente no tenemos ningún problema para constatar toda una serie de sonidos marginales, sin embargo cuando intentamos averiguar algo más acerca del fenómeno musical encontramos más limitaciones.

El único instrumento que menciona el informe es la flauta. La flauta era el instrumento preferido por los pastores, este instrumento de pequeñas dimensiones, que acompañaba al pastor en sus desplazamientos, formaba parte de sus ajuares -tanto de los grandes propietarios como de los pequeños-. Se llega a comentar de un pastor arruinado: «no posee siquiera una flauta» (11,182).

De la música en el espacio religioso, destinada al servicio de Dios (Dei laudes decorare), no sabemos nada, simplemente que existía (I, 145, 146). Los cantos religiosos cuyo fin primordial era honrar y alabar a Dios, debieron crear un clima de recogimiento capaz de ser favorable a la meditación y de solemnizar el culto divino. La iglesia parroquial debió de ser uno de los centros más importantes de actividad musical en la aldea. Desconocemos si existía una pequeña organización musical por somera que fuese, al igual que el repertorio que ejecutaba aunque suponemos que estuvo integrado por piezas polifónicas. Este repertorio sería cantado exclusivamente por hombres. Del mismo modo no sabemos si la iglesia poseyó algún órgano aunque lo más probable es que dispusieran de uno pues este instrumento formó parte habitual del mobiliario de casi todas las iglesias del occidente europeo durante el siglo XIV.

En cuanto a la música en el ambiente civil hemos de advertir que el pueblo debió de danzar y cantar con frecuencia en la plaza y en la taberna, escenarios privilegiados de sociabilidad. De estas tradiciones populares y folklóricas (canciones, piezas instrumentales e incluso instrumentos musicales) no sabemos absolutamente nada. Para el pueblo la música debió de ser una necesidad social, un elemento de placer y de diversión. Suponemos que abundaría la música de un cariz festivo. Todas estas canciones, baladas y bailes eran enseñadas por transmisión oral, recordemos que en una sociedad de analfabetos la memoria visual y auditiva están ampliamente desarrolladas.

Los bailes tuvieron lugar ante una determinada celebración o acontecimiento (la fiesta local, el nacimiento de un vástago o de un nuevo vástago, la celebración de las bodas, etc…). Los bautizos ocasionaron grandes dispendios, obtener la remisión del pecado original no se conseguía todos los días. Pierre Maury nos dice a este respecto: «ahí os gastáis vuestros bienes, ahí contraéis amistades» (III, 185). Del mismo modo los festejos nupciales son celebrados por todo lo alto, en ellos la diversión más popular es el baile. Varios músicos amenizarían la fiesta y el banquete con instrumentos. El día de la fiesta local de la comunidad se celebraba una buena comida y se bailaba en la plaza, participando la mayor parte de los miembros de la comunidad, pero sobre todo jóvenes. Guillemette Clergue nos dice: «El día de la fiesta de San Pedro y San Pablo, después de la misa y el almuerzo, fui a jugar y a dirigir las danzas con los demás muchachos y muchachas de la aldea de Prades» (I, 338).

Por último hablaremos de la práctica musical privada. En primer lugar conviene advertir que a pesar de que existen en la aldea personajes influyentes y relativamente ricos como por ejemplo los Clergue, los Belot, los Benet e incluso una familia de origen noble (Bérenguer de Roquefort y su mujer Béatriz de Planissoles) no parece que exista una enorme diferenciación socio-cultural por lo que a nuestro campo corresponde. Los modelos de vida cortesanos no son en absoluto aplicables a las casas más pudientes de la comunidad. Estamos muy lejos de la actividad cultural musical que por ejemplo encontraremos a finales de la Edad Media o principios del Renacimiento en las capillas nobiliarias europeas o incluso en algunas casas burguesas importantes. En Montaillou, no parece que estas casas más importantes hayan desplegado un interés mayor por la música que las de gente más humilde. El clan tiránico de los Clergue, por ejemplo, se limita a dominar y acaparar el poder espiritual y temporal. Estamos, por tanto, muy lejos de esa cultura cortesana con manifestaciones musicales de gran magnificencia y suntuosidad.

En los ágapes entre hombres nos consta que brotaban las cancioncillas. Por ejemplo, con motivo de la cena en casa de Hugues de Sournia se pide a un hermano mendicante asistente que cante un «Ave María» antes de la comida (II, 123). Tal demanda, según nos comenta Le Roy Ladurie, «procede de una preocupación estética más que piadosa: cuando el frater da una intención religiosa a su canción, es regañado por los invitados» (4). Es de suponer que en este tipo de reuniones masculinas se cantara al amor y a la belleza.

Es una lástima que este documento extraordinario no nos proporcione más datos acerca del fenómeno musical. La investigación de Jacques Fournier iba por otros derroteros: indagar a fondo la vida espiritual de la comunidad.