De ahí he sacado los fragmentos que están al final de artículo.
(Sepulcro de Doña Blanca de Navarra, Nájera La Rioja)
(Imagen de Plañideras de la Abadia de Cañas La rioja)
ALTA EDAD MEDIA
En la primera Edad Media los ritos de la muerte estaban dominados por la familia y amigos del difunto, quienes protagonizaban las escenas del duelo y acompañamiento. Estos ritos eran fundamentalmente civiles y el papel de la iglesia se reducía a la absolución ántuma y póstuma.
La escena del duelo se hallaba dividida en dos actos sucesivos e inmediatos: durante el primero, las manifestaciones eran salvajes (al más puro estilo antiguo) o así debían parecerlo: «a penas se constataba la muerte, a su alrededor estallaban violentas manifestaciones de desesperación», circunstancia que contrastaba con la calma y sencillez del moribundo en espera de la muerte. Tales gestos de pena y dolor sólo eran interrumpidos por el elogio del difunto, segundo acto de esta escena; habitualmente existía un «guía» del duelo quien se encargaba de las palabras de despedida, haciéndose especial hincapié en la espontaneidad de los acompañantes (familiares, amigos, señores y vasallos del difunto).
El duelo solía durar algunas horas, el tiempo de la vela, a veces el tiempo del entierro: un mes como máximo en las grandes ocasiones; las gentes se vestían de rojo, de verde, de azul, del color de los vestidos más hermosos para honrar al muerto.
BAJA EDAD MEDIA
Las convenciones sociales ya no tendían a expresar la violencia del dolor y se inclinaban desde el momento de la muerte hacia la dignidad y el control de uno mismo: ya no parecía tan legítimo ni tan poco tan usual perder el control de uno mismo para llorar a los muertos. El duelo medieval expresaba la angustia de la comunidad visitada por la muerte. Las visitas del duelo rehacían la unidad del grupo, recreaban el calor de los días de fiesta (retorno a lo antiguo): las ceremonias del entierro se convertían también en una fiesta de la que no estaba ausente la alegría, donde la risa hacía que con frecuencia las lágrimas desaparecieran.
Allí donde las manifestaciones tradicionales del dolor subsistían, como en la España de los siglos XIV y XV (aún persistían las plañideras y el duelo tenía por objeto descargar el sufrimiento de los supervivientes), su apariencia de espontaneidad y su dolorismo se han atenuado; lo que no se quería decir mediante palabras o gestos, se significaba entonces por el traje y el color: «En el siglo XII, Baudry, abad de Bourgueil, señalaba como rareza extraña que los españoles se vistieran de negro al morir sus parientes».
En la segunda Edad Media, y más particularmente después del establecimiento de las ordenes mendicantes (carmelitas, agustinos, capuchinos y dominicos), la ceremonia del duelo, el velatorio y el entierro cambió de naturaleza; la familia y los amigos, ahora silenciosos, han dejado de ser los principales actores de una acción desdramatizada. En adelante, y probablemente a partir de los siglos XII y XIII, los principales papeles estarán reservados a los sacerdotes (ordenes mendicantes especialmente), a personas semejantes a monjes, laicos con funciones religiosas, como las ordenes terceras o los cofrades, es decir, a los nuevos especialistas de la muerte.
Así, el acompañamiento se convierte en una solemne procesión escolástica: los parientes y amigos no fueron desde luego apartados, pero en los cortejos ordinarios son tan discretos que llega a dudarse de su presencia; pobres y niños de hospital (expósitos o abandonados) empiezan a integrar el cortejo según la riqueza y generosidad del difunto, al tiempo que intercederían en favor suyo ante la corte celestial.
Se daba en toda la geografía española, pero he encontrado esto sobre el País Vasco:
La procesión solemne del séquito se convierte así en la imagen simbólica de la muerte y los funerales; el orden y composición del séquito eran fijados por el muerto en el testamento (costumbre que persiste en los siglos XVI-XVIII): «Desde su último suspiro, el muerto no pertenece ya ni a sus iguales o compañeros, ni a su familia, sino a la iglesia; la lectura del oficio de los muertos a sustituido a las antiguas lamentaciones».
También fue muy común el oficio ridículo de las plañideras —señala Larramendi—, que se alquilaban y pagaban para que fuesen llorando y lamentándose a gritos detrás del difunto (…). Hubo antigüamente en Guipúzcoa semejantes plañideras, que se llamaban «aldeaguilleac», «adiaguilleac », «erostariac», en Vizcaya. Y aunque las desterraron largos tiempos ha, no sólo han quedado los nombres vascongados de las plañideras, sino también algunos residuos de aquella costumbre. Porque las mujeres van siguiendo el cadáver de su marido, no sólo llorando lágrimas vivas y serias, sino gimiendo y hablando en voz levantada.» Uno de los decretos dictados por el obispo de Pamplona, don Pedro Pacheco, en su visita pastoral verificada a Tolosa el ano 1541, prohibe a las mujeres que «lloren den voces y palmadas, perturbando los oficios divinos», en las misas cantadas de difuntos. ESTE ASPECTO ES COMÚN EN VARIAS ZONAS PUESTO QUE HAY CASOS EN LOS QUE LA IGLESIA NO PERMITE ESA PRESENCIA, ESPECIALMENTE DENTRO DEL TEMPLO, POR PERTURBAR A CAUSA DE SUS GRITOS EL DESARROLLO NORMAL DEL OFICIO.
Según escribe el P. Fray Miguel de Alonsótegui en el capítulo V , del libro 1.º de la «Crónica de Vizcaya», y la referencia la recojo de la «Historia General de Vizcaya», de Iturriza, hubo en este Señorío la costumbre de alquilar mujeres que a la cabecera del difunto llorasen, planiesen y declamaran, loando, en las timeras endechas, los abalorios, las proezas y hazañas del muerto (…). Esta costumbre fue prohibida por el Fuero de Vizcaya y cayó en desuso por la persuasión de los curas, principalmente, «a quienes el excesivo llanto y la gritería que formaban les impedía celebrar con devoción los oficios divinos».
Entre otros varios autores, Gorosabel se fija en estas mujeres que «andaban llanteando», según su expresión.
Por Juan José de Basteguieta sabemos que en Guipúzcoa se ha conocido a la llamada «Negarti plazako» (la llorona de la plaza), y a la casa donde vivía se la ha llamado «negartijena».
En otra fuente he encontrado esto:
Tras el fallecimiento el difunto era envuelto en un sudario de tela blanca y era velado por los familiares antes de ser enterrado. El entierro se realizaba de manera rápida no sólo para evitar contagios y enfermedades sino para alejar el fantasma de la muerte de la familia o el pueblo.
En el caso de los más acomodados, o de que el difunto formase parte de una cofradía, el funeral suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo cortejo con luminarias y la procesión de pobres y plañideras contratados pare la ocasión.
El entierro para estos afortunados tenía lugar en el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples descampados donde solían realizarse toda clase de actividades profanas (mercado, juegos, etc.).
La solemnidad caracterizaba el traslado del cadáver desde la casa hasta el lugar de enterramiento. Los familiares, compañeros de oficio y las plañideras (en mayor número cuando el finado era de clase social elevada ya que recibían una gratificación) acompañaban al cadáver.
Durante la trayectoria las campanas de las iglesias tocaban para ahuyentar a los demonios. Cantos, plegarias y llantos eran los sonidos del cortejo durante el viaje. El blanco era el color habitual del duelo, estando el negro reservado para las familias aristocráticas. Cementerios e iglesias eran los lugares de enterramiento. El desarrollo económico de la Baja Edad Media motivó la proliferación de capillas en iglesias y catedrales. Tras el entierro la familia debía ofrecer una comida a los acompañantes. Su objetivo era reconstruir la cohesión de la comunidad. Tras el primer aniversario de la muerte se celebraba una misa con la que se ponía punto final al luto que había guardado la familia.
Descripción y lugar de la imagen, Tumba de un caballero castellano.
Los gemidos femeninos, que forman parte del ritual mortuorio y que en cierta medida perpetúan la larga tradición de las plañideras grecolatinas. Estos sollozos y gemidos rituales que encontramos en torno al lecho del moribundo, en el velatorio y en el cementerio, son siempre producidos por mujeres, los “agentes esenciales del rito funerario” en palabras de M. Mauss (3). Recordemos a este respecto que eran éstas quienes se encargaban del amortajamiento y del velatorio del difunto. Las “pleureuses” confieren un cariz dramático a la muerte, gritan, lloran, rezan, en ningún momento son asistentes pasivos, la emoción les agita, sus muestras de dolor son siempre apasionadas. Veamos por ejemplo lo que nos cuenta Mengarde Buscaih: “Cuando mi suegra murió, asistí a su entierro lanzando tremendas vociferaciones. Sin embargo, tenía los ojos secos, porque sabía que la querida mujer había sido heretizada en vida” (I, 490). Los hombres gimen con discreción (II, 289).
En un documento del siglo XV narra esto:
En Orihuela se celebró el 2 de octubre de 1497. Todo el Consejo se vistió de bayeta, tela de lana, floja y de poco cuerpo en señal de luto. Se dispusieron dos túmulos en el trayecto de la procesión-entierro, uno en Santiago y otro en la Colegiata; en la procesión se quebraron tres escudos; dos banderas de luto eran portadas por los dos nobles más importantes de la ciudad, y el palio lo llevaban destacados prohombres oriolanos: Masquefa, Rocamora, Fontes, Monsí de Castañeda, Maza, Rocafull y entre ellos mosén Antonio de Gasque. Ceremonia curiosa en sus actos y popular, dado que el caballero Juan Palomares iba preguntando a los portadores de la bandera, a los jurados y consejeros «¿Qué novedad es ésta?» y, a sus contestaciones, las plañideras y las que no lo eran de oficio se unían a sus gritos y alaridos, en tanto se mesaban ropas y cabellos con toda la estridencia posible.
La manera en que manifestaban el dolor era variada: a través de lamentos, (que podían adoptar incluso la forma de gritos estentóreos y descontrolados), dándose golpes en el pecho, (el cual a veces dejaban al descubierto), echándose tierra sobre la cara, cabeza y cuerpo, (tratando con ello de ocultar la presumible belleza externa), o tirarse con energía de los cabellos, (despeinándolos, o incluso arrancándolos); es decir, en conjunto manifestando una conducta que diera sentida cuenta del profundo dolor que implicaba la pérdida de un ser querido, a través de un comportamiento claramente atípico y alejado del estado sosegado y tranquilo que era normal en la vida cotidiana.
El Cid pide :
Mando que no alquilen / plañideras que me lloren / restan las de Jimena / sin que otras lágrimas compren
Como veremos, supone la pervivencia medieval de unos usos documentados en época romana, contra cuyo fuerte arraigo chocaron las prohibiciones reiteradas de la iglesia e incluso las emanadas del poder civil.
Una de ellas, invocada tradicionalmente por la historiografía dada la riqueza de detalles que aporta, corresponde al sínodo burgalés del obispo Cabeza de Vaca de 1411. Sin lugar a dudas, el párrafo que se dedica a esta práctica denostada tiene un gran poder evocador. En él se censura: “el malo e aborrescido uso que cuando alguno muere los homes e las mugeres van por los barrios e por las plaças aullando e dando bozes espantables en las iglesias e otros lugares, tañendo bozinas e faziendo aullar los perros, e rascando las caras e mesando las crines e los cabellos de las cabeças, e quebrando escudos, e faziendo otras cosas que no convienen; e esto fazían los gentiles no creyendo la dicha resurrección”…
Más de un siglo después y en contexto sevillano se describe el mismo
género de celebración en estos términos: “Assi desta manera quedó en nuestro tiempo la manera de enterrar los caballeros, que los llebaban en sus andas descubiertos, vestidos de las armas que tuvieron, y puesto el capellar de grana y calzadas las espuelas, su espada al lado y delante las banderas que habia ganado y otras muchas cosas de gentiles. A ciertas partes de la ciudad se paraban, quebrando los paveses y escudos de la casa. Llevaban una ternera que bramase, los caballos torciendo los hocicos y los galgos y lebreles que había tenido, daban de golpes para que aullasen. Tras de ellos iban las endechaderas, cantando en una manera de romances lo que había hecho y cómo había muerto. Esto quitó la Inquisición por ser color de gentiles y judíos y negocio que aprovechaba poco para el alma”. En ambos textos se conjugan elementos que corresponden a las distintas esferas del ritual funerario. Por un lado están los aspectos externos de una ritualización del dolor cuyos antecedentes directos se hallan en el mundo romano aunque su incidencia —incluso iconográfica— ya se documenta en la civilización egipcia. Nos referimos a las plañideras. Los integrantes del cortejo —sean hombre o mujeres, pero principalmente estas últimas— lloran, se arañan, mesan sus barbas y cabellos y evocan las virtudes del difunto de viva voz.
También esta en conexión con la LÍRICA TRADICIONAL CASTELLANA, puesto que está formada por cancioncillas populares que se transmitían oralmente de ahí que sean anónimas. La forma métrica generalmente más utilizada es el villancico.
Sus principales géneros son planto, llanto o endecha (canciones funerarias que expresan el dolor por la muerte de un ser querido), mayas (canciones que cantan la llegada de la primavera y del amor en el mes de mayo), canciones de trabajo que tratan sobre las deferentes labores del campo), canciones de amor, cantos de bodas…
En el folklore aparece esta cancioncilla titulada La Llorona, en la que la esposa encarga los servicios de las plañideras para las honras fúnebres del recién fallecido esposo:
Llóralo bien lloradito
Que te voy a dar colmado
Y un puñadito.